jueves, 30 de octubre de 2014

Apocalipsis Mecanizado


Los cielos se abrieron nuevamente, dejando caer un millón de blanquecinos puñales a la tierra que yacía justo debajo. La intensidad con la que golpeaban daba cuenta de una férrea voluntad de azotar los suelos manchados de sangre, como si quisiesen limpiarlos de toda la miseria que los invadía... mas era un esfuerzo inútil, ya que al igual que el fuego no puede consumir un océano por mucho que trate, se necesita mas que simple agua para lavar la naturaleza herida.

Podía ver como las kamikazes gotas se transformaban en bruma al caer... también podía sentir a aquellas que martillaban con crueldad contra el techo de chapa que separaba su rústico refugio del grisaseo firmamento. Algunas se colaban con maldad entre las múltiples grietas que poblaban las melladas juntas que cerraban el improvisado tejado y la calaban hasta los huesos, pero se forzó a ignorarlas. De repente, fue capaz de observar un cóncavo charco que ondeaba indiferente a la salida de su mísero «hogar»... al aproximarse a el pudo ver, con el efecto, dos imágenes totalmente contradictorias (pero de alguna manera, conectadas): la primera fue su demacrado reflejo, en el cual la negruzca sombra de ojos que tan elegantemente había lucido hacia ya una eternidad se hallaba derramada por toda su cara, dando la impresión de ser un azabache llanto permanente que se mantenía pegado a sus ojos y mejillas. La otra cosa que se vislumbraba desde el cenagal era la irreal imagen de una única flor meciéndose al ritmo del viento; un blanco jazmín postrado encima de un montículo de barro... era literalmente la flor que crecía en el pantano Y era bellísimo. Mas el lodo no tenía ese dulzón aroma a cobre, ni atraía a la moscas con tal fiereza. La lluvia había amontonado indiferentemente toda la sangre no solidificada en aquel grotesco montón.

De todas formas necesitaba el olor del jazmín, lo deseaba; y por ello corrió con voluntad de acero hacía el... poco le importaban ya las balas que zumbaban como dorados moscardones, y que podían cegar su existencia en segundos. Tampoco parecía importarle el brutal hambre que sentía. Sus piernas fallaron a los pocos metros, y decidió gatear en medio del feroz aguacero hacia el pequeño brote. Pero antes de llegar, algo en su interior le obligó a elevar la mirada hacia uno de los pocos árboles que aún conservaba su follaje.

Allí, en medio de la copa, se encontraba mirándola fijamente un pequeño zorro de vivos colores. La cansada mente intentó reaccionar de varias maneras, pero su agotado cuerpo no se decidió por ninguna, por lo que solo se acercó. Estiró la mano con tono titubeante para intentar tocar a la criatura, pero la recogió inmediatamente en una reacción plenamente refleja... volvió a intentarlo con idénticos resultados; y a la tercera simplemente acarició la cara del inmutable canino. Para su infinita sorpresa, el animal cayó inerte hacia los pies del gran árbol, girando sobre si mismo, y revelando una herida cortante de gran longitud que se extendía desde el tórax hasta la cadera. Un gran enjambre de moscas salió despedido desde su interior, y fue tal la sorpresa que trastabilló hacia atrás, aplastando con una enlodada bota el pequeño arbusto que había estado idolatrando. Aquello fue demasiado.

El omnipresente zumbido de los insectos de la muerte, el viento, la lluvia, el estallido de un trueno, el graznido de los pájaros que protestaban ante tal acumulación de sonidos en su derruido bosque, y finalmente sus propios gritos se fundieron en un solo eco, que rebotó por todos lados, causando que los pocos supervivientes que aún se encontraban en medio del laberíntico desfile de madera muerta y restos animales se dirigieran hacía ese lugar.

Aún en el suelo se agarró la cabeza con manos embarradas, mientras un gordo sapo pasaba con indiferencia a su lado, totalmente ajeno al gran festín de moscas que aún revoloteaban sobre los restos del mutilado zorro, negándose a abandonar a su presa. Repentinamente escuchó voces en la distancia, y luego de ello, una especie de chirrido mecánico, seguido por el pesado avanzar de una máquina por el blando terreno calcinado. Una corta ráfaga de ametralladora sonó para coincidir con el colapso de un pino, y un nuevo avance de aquella enigmática máquina, arrancó de raíz a un fuerte roble como si de un simple palillo se tratase.

Se incorporó ante el peligro, haciendo acopio de unas fuerzas que realmente no tenía, y tomó con movimientos lentos y vacilantes el mellado cuchillo que traía en el bolsillo. Presionó el botón, y la afilada hoja se materializó con un fuerte chasquido. Al principio encerró la navaja entre ambas manos, y se oprimió los brazos contra el cuerpo, pero luego, reconociendo su propio e infernal miedo, elevó la cuchilla tan alto como pudo, y mientras el reflejo del tímido sol de tormenta momentáneamente la cegaba, se cortó la yugular con movimientos rápidos y precisos. Entretanto, cada vez mas cerca se escuchaba el ronronear del mecánico apocalipsis que venía a su encuentro.

Minutos mas tarde, el área entera fue borrada por causa de un intenso bombardeo.

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