Muchos de nosotros hemos visto, al menos una vez en nuestra vida, algún clon de la clásica Nintendo NES. Unas son dignisimas maquinas que permanecen como joyas familiares por generaciones, otras son extraños y vomitivos híbridos entre la genial maquina de Nintendo y la que lanzó a la fama a Sony, mientras que otras, no obstante, comenten el atrevimiento de intentar ser computadoras personales (con todas sus funciones incluidas) y en la mayoría de los casos, fracasan miserablemente... pero no en TODOS los casos.
Imaginemos ahora que un día nos ganó la curiosidad e invertimos el equivalente a 36 pesos en uno de estos frágiles y dudosos productos chinos. Abrimos la caja y encontramos un teclado ya de por si amarillento, un par de controles con forma de los de Playstation u Xbox (según la imitación) y un par de cartuchos junto al cableado.
Ya resignados, comenzamos a desempacar la maquina para poder probarla de primera mano (usualmente al regalársela a un hijo o sobrino) y empezamos a instalarla en la televisión; el transformador va en el pin plateado incrustado en el círculo negro (seguramente temes que esta cosa explote de un momento a otro, motivos no te faltan, pesa menos que los controles) y acto seguido empezamos a repetir aquel ritual que sabemos de memoria cual trauma de la infancia desde que teníamos la altura suficiente para alcanzar el sistema; audio en rojo, vídeo en amarillo. Nos estamos por ir de la poco atractiva parte trasera del teclado cuando nuestra cabeza hace «click», algo no cuadra. Movemos los dedos con indiferencia mientras intentamos averiguar que es lo que está fuera de lugar, giramos el teclado de arriba a abajo y pasamos despreocupadamente la mano por un conjunto de pines. Aja!, esto lo hemos visto en otro lado, pero definitivamente no ahí, no le es propio. Y es que no sabemos exactamente que pensar... nos acabamos de encontrar con un puerto de impresión.
Nos apropiamos de la maquina y comenzamos a jugar con ella, cual detective informático, para que nos revele sus secretos. Pasamos entre los menúes con ojo de halcón, tomando nota de cada detalle e intentamos encontrarle una explicación a lo que de un momento a otro comenzó a fascinarnos. ¿Sería como la famosa impresora del Gameboy? y de ser así, ¿como?. No es nada de eso, es algo mas.
Llegado el punto en que nos cruzamos con la décima copia del Battlecity en la memoria interna, comenzamos a bajar los brazos, nuestro interés empieza a mermar... y entonces volteamos a ver los cartuchos.
Uno es amarillo meo, y su etiqueta trae las tan acostumbradas imágenes niponas que poco tienen que ver con los juegos que finalmente albergan: el otro es blanco y está escrito en violácea seriedad. Intentamos leerlo, pero es imposible; no obstante pronto nos damos cuenta de que se trata de un procesador de texto... o un sistema operativo.
Lo ponemos con ánimos renovados y nos sentamos con el teclado sobre las rodillas, comienza la carga del sistema y tecleamos unas pocas palabras... ahhh! el mediocre juego de matemáticas martiriza nuestros sentidos con un agudo chirrido que no puede pertenecer a esta era, lo cambiamos con premura por la segunda opción que hay.
Aparece en la pantalla del canal 3 una hoja en blanco con un parpadeante cursor. «Esto no puede ser real», pensamos con marcada desconfianza al tiempo que jugamos un poco al «qwerty beat up» y nos encontramos con que cada palabra del incoherente discurso ha traspasado las teclas y se haya plasmada en la pantalla. Nos giramos hacia la caja en busca de alguna explicación y aparece un mouse con el mismo puerto que el de los controles originales. Mecánicamente, sin pronunciar palabra, lo acoplamos y la flecha cobra vida al ritmo de un serpenteante jaleo.
No es un mal ratón tampoco, y permite alcanzar el oculto menú de «archivo». Esto ya es demasiado. Clickeamos hacía las opciones y de inmediato nos percatamos de que no existe la de guardar... pero si la hay de imprimir. Socarronamente clickeamos, esperando alguna clase de reacción.
La maquina aúlla y se queja, emulando los sonidos de la impresora que debería encontrar al final del cable. Busca desesperadamente la conexión y finalmente se calla... todo vuelve a la normalidad; el cursor vuelve a aparecer, las palabras esperan su turno de materializarse y perdemos gran parte del escepticismo inicial ante esto.
Entonces ¿es posible o no?. La duda nos asalta por el segundo que cruza como un rayo en la mente la imagen de la impresora de matiz de puntos que desde hace años está embalada en el despacho. «Probar no cuesta nada», pensamos al tiempo que nos encogemos de hombros.
Rearmamos la conexión y volvemos a introducir el comando impresor... solo que esta vez el sonido es diferente: aullido, chillido... y ¡movimiento!; la hoja comienza a desaparecer dentro del noventero periférico y tomamos con nuestras manos el fruto de los desvarios de hace rato, ahora con fragante olor a tinta.
Bueno, la idea de este post era darles a conocer el proyecto PLAYPOWER. Un empredimiento open-source dedicado a crear software funcional para este tipo de maquinas e introducir a la gente de escasos recursos al medio informático. Espero que hayan disfrutado mi relato, y a continuación les dejo un vídeo del armatoste cumpliendo con su trabajo:
No se olviden de revisar el blog de 133mhz, muy útil en estos casos.
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